En la penumbra de su ático, Emaen, un hombre consumido por la melancolía, coleccionaba sombras.
No las sombras comunes, sino las que se desprendían de los recuerdos perdidos, de las emociones olvidadas.
Cada sombra, capturada en frascos de cristal, era un fragmento de su pasado, un eco de su alma fragmentada.
Una noche, una sombra peculiar llamó su atención: la sombra de una risa infantil, atrapada en un parque abandonado.
Emaen, obsesionado, la capturó, sintiendo una punzada de familiaridad. La sombra lo llevó a un recuerdo olvidado: su infancia, un parque lleno de risas y juegos, y la sombra de su hermano, desaparecido en la niebla del tiempo.
Emaen, con el corazón latiendo con fuerza, liberó la sombra. El ático se inundó de luz, y la figura de su hermano, envejecida pero reconocible, apareció ante él.
Un abrazo silencioso, una reconciliación tardía, un reencuentro que trascendía el tiempo y la memoria. Elías comprendió que las sombras no eran recuerdos perdidos, sino puentes hacia el pasado, hilos invisibles que conectaban las almas.
El relato simboliza la lucha de un hombre con su propio pasado, representado en la colección de sombras que guarda como fragmentos de recuerdos y emociones olvidadas. Emaen, atrapado en la melancolía, encuentra en una sombra infantil la clave para desenterrar una memoria oculta: la desaparición de su hermano. A través de esta sombra, revive su infancia y descubre que aquello que creía perdido nunca se había desvanecido del todo. La liberación de la sombra marca un punto de redención y reencuentro, mostrando que los recuerdos no solo son vestigios del pasado, sino puentes que pueden devolvernos aquello que creíamos irrecuperable. Transmite así la idea de que la memoria y el amor pueden trascender el tiempo y la pérdida, restaurando los lazos que parecían rotos.