Pasé mis dedos por el lomo desgastado de aquel libro que el tiempo, con su aliento de polvo y olvido, había cubierto de sombras. Sus páginas crujían como hojas de otoño, como susurros de recuerdos que aún resistían a la intemperie de los años. Cada línea era una cicatriz de tinta, cada palabra un eco lejano de lo que fui, de lo que ya no soy.
Lo abrí con la cautela de quien despierta a un fantasma dormido. Allí estaban las letras de un ayer que alguna vez creí eterno, los capítulos escritos con lágrimas y sonrisas que hoy no reconocía como propias. Quise buscar en ellos una razón para quedarme, pero el tiempo, con su paso implacable, había desteñido el significado.
Volví la página. La tinta se desvanecía bajo mis ojos, como si el pasado comprendiera que su reino había llegado a su fin. Las palabras, otrora firmes, se deslizaban en jirones de viento, y entendí que no podía aferrarme a un pergamino que ya no me pertenecía.
Pasé otra página. Y otra. Y otra más.
Hasta que, al llegar al final, descubrí que mis manos no sostenían nada. Que aquel libro no era más que el espejismo de un ayer que ya no ardía en mi pecho.
Y entonces supe que era hora de escribir un nuevo comienzo.
El poema transmite la melancolía y la inevitable transformación del pasado en un recuerdo desvaído. A través de la metáfora del libro, simbolizo la vida, los momentos que parecieron eternos y que, con el tiempo, pierden su significado original. La nostalgia impregna cada página, pero también se insinúa la necesidad de soltar, de aceptar que lo que fuimos ya no nos define. La imagen de las palabras desvaneciéndose refleja la caducidad de los recuerdos y la imposibilidad de revivirlos intactos. Finalmente, el poema concluye con una afirmación de renacimiento: es momento de dejar atrás lo que ya no arde y escribir un nuevo capítulo.