Los dioses tejieron su piel con la seda de los amaneceres y le dieron la mirada de un relámpago atrapado en la sombra. Nació con el Nilo en la sangre y el desierto en la voz, con labios que sabían a dátiles y veneno, con un corazón que ardía como Tebas en llamas.
Sobre su frente brilló el oro de los faraones, pero en su boca danzaban palabras de miel y acero. Susurraba a la arena y al mar, a los esclavos y a los césares, y el mundo inclinaba la cabeza, hechizado por la música de su lengua. Reinó como quien doma una tempestad, con la astucia de un chacal y la ternura de un loto flotando sobre el agua oscura.
Roma la miró con deseo y con miedo, la quiso y la traicionó. Ella, que supo vestir su fragilidad con jade y púrpura, bebió del destino la copa más amarga sin inclinar la cabeza. Cuando la serpiente enroscó su beso en su piel de luna, la historia tembló ante su última sonrisa.
No murió una reina. Murió un incendio. Y el viento aún lleva su nombre sobre las olas.
El poema describe a Cleopatra como una figura mítica y poderosa, cuyo destino y carácter están tejidos con contrastes intensos. La presento como una mujer con una belleza fatal, que combina la suavidad del loto con la fuerza de una tormenta. A través de imágenes poéticas, se subraya su habilidad para manipular el poder y la política con astucia, mientras mantiene una fragilidad interior que la hace aún más intrigante. La traición de Roma y su muerte no son vistas como el fin de una reina, sino de una fuerza destructiva, un incendio que sigue ardiendo en la memoria de la historia. El poema resalta su legado imborrable, que aún persiste en el viento y las olas.