En un laberinto de espejos infinitos, moraba Amelien, un anciano cuya memoria era un jardín de ecos perdidos.
Cada reflejo, un recuerdo fragmentado, una sombra de lo que fue. Buscaba el eco de su amada, Ermin, un susurro que se desvanecía en el laberinto del olvido.
Un día, encontró un espejo peculiar, sin reflejo alguno. Al tocarlo, una voz susurró: «Soy el guardián de los ecos, el jardinero del olvido. Si me ofreces tu último recuerdo, te devolveré el eco de tu amada». Amelien, con el corazón en la mano, entregó el recuerdo de su primer beso, un instante eterno que se desvaneció en el espejo.
De repente, el laberinto se llenó de ecos, susurros de Ermin que lo llamaban desde todas partes. Amelien, con lágrimas en los ojos, siguió los ecos, buscando el rostro de su amada. Pero solo encontró espejos vacíos, reflejos distorsionados, ecos que se desvanecían en la nada.
Comprendió entonces la verdad: los ecos no eran Ermin, sino sombras de sus recuerdos, fantasmas de su deseo.
El guardián, con una sonrisa triste, le mostró un jardín de espejos rotos, donde los ecos se desvanecían en la tierra. «Aquí yacen los recuerdos perdidos, los ecos del olvido. Aprende a amarlos, Amelien, pues son la única compañía que te queda».
Expresa la lucha contra el olvido y la imposibilidad de recuperar el pasado. A través de la metáfora del laberinto de espejos y los ecos, muestra cómo la memoria es frágil y los recuerdos, por más que los persigamos, nunca son más que sombras de lo que una vez fue.