Aprendió a leer los silencios como quien descifra constelaciones en una noche sin luna. Supo que no todas las manos que rozan saben sostener, que hay miradas que atraviesan pero no ven. Y así, con la ternura hecha astillas y la paciencia consumida en llamas invisibles, entendió que su alma no era una posada para huéspedes sin destino.
Los pasos que nunca llegaron, las promesas que se destejeron como hilos en la brisa, los besos que sabían a despedida antes de nacer… Todo eso lo guardó en un cofre sin llave, porque aprendió que hay recuerdos que pesan menos cuando se les deja ir.
La vida le enseñó el arte de partir sin hacer ruido, de cerrar las puertas sin necesidad de golpes. No huyó, no gritó, no imploró; simplemente dejó de esperar donde nunca la buscaron. Se convirtió en río que no mendiga cauces, en viento que no pregunta a qué árbol abrazar.
Y cuando su andar se tornó liviano, cuando su piel dejó de extrañar caricias que no sanaban, descubrió que la soledad no era un abismo, sino un hogar de espejos limpios donde por fin pudo mirarse sin sombras ajenas.
Desde entonces, danza sobre su propio latido, con el alma vestida de aurora y la certeza de que el amor no se ruega, se merece.
Intento transmitir la valentía de soltar y la sabiduría de partir cuando el amor no es correspondido. Refleja el aprendizaje de leer los silencios, de comprender que no todas las presencias son compañía y que aferrarse a lo que no nutre solo deja cicatrices. La protagonista no se rinde ni se quiebra, sino que aprende a dejar ir sin rencor, transformando la pérdida en un renacer. La metáfora del río y el viento simboliza su libertad: no suplica, no se detiene, simplemente fluye. La soledad no es castigo, sino un refugio donde encuentra su verdadera esencia. Al final, su partida no es huida, sino afirmación: el amor no se suplica, se merece.