Bajo el peso de sombras inmutables,
se erige un eco de piedra y penumbra,
una casa sin ventanas ni alardes,
que calla al viento y al alba deslumbra.
El muro, altivo como un juramento,
guarda secretos de noches eternas;
un aire denso, henchido de tormento,
vibra en sus grietas cual notas internas.
Allí no entra la aurora incandescente,
ni el vuelo ágil del ave que murmura;
solo un susurro de tiempo latente
se adhiere al polvo y a su arquitectura.
Cada pared, tatuada de silencios,
cuenta leyendas de ojos que no vieron;
manos que labraron sueños inmensos
y labios mudos que nunca se abrieron.
No hay un rayo que rasgue su clausura,
ni un río azul que roce sus cimientos;
todo es un mar de pétrea negrura
que ahoga el pulso de viejos lamentos.
Mas quien observa su quietud sombría
y entre sus sombras osa adentrarse,
siente un latir que late todavía,
un corazón que no sabe apagarse.
La casa calla, pero canta el eco;
un canto tenue, de un alma distante,
que narra al viento el vacío seco
de un mundo ciego, de un rostro errante.
Y así, cerrada al sol y a los abismos,
resiste el tiempo con su voz cautiva;
una casa sin ventanas ni lirismos,
pero en su sombra, la vida aún vibra.
Simboliza el aislamiento, el misterio y la memoria atrapada en el tiempo. La casa representa un espacio clausurado, donde la luz y la vida exterior no pueden entrar, convirtiéndose en un reflejo de la soledad, el olvido o la reclusión voluntaria.
Las imágenes de sombras, muros sin aberturas y ecos latentes evocan la persistencia de historias no contadas, de voces silenciadas por el paso del tiempo. Sin embargo, el poema también sugiere que, aunque la casa parezca inerte, en su interior aún palpita algo vivo, un rastro de existencia que se resiste a desaparecer.
En esencia, la casa sin ventanas es una metáfora de la memoria, el encierro emocional o la permanencia de lo oculto, recordándonos que incluso en los lugares más cerrados y oscuros, la vida sigue vibrando en sus propios ecos.
